Ella caminando, a mí costado su brazo y fría mano penetraba por debajo del abrigo que picaba en mi cuello. Nublado y gris día. En ese instante éramos irrenunciables, en ése momento la eternidad de nuestros sueños dormía entre su cuerpo y el mío y todo lo que giraba en torno a nuestros ojos era un mundo perfecto, soñado para ellos, nosotros, los de ése entonces, los amantes.
De pronto se manifestó cómo por acto mágico un beso, besos y labios, lengua, saliva y todo aquello que moldea un acto, que en algún momento en otro tiempo fue respiración de otra boca, fue parte de otra cosa que sostenía o unía o brillaba o tan sólo nunca fue parte de algo o de nada o de alguien y sólo existía en el aire, para el azar, para otros, para el olvido. O simplemente el caos y la perfección del universo y todo lo que en el se mueve lo puso en ese perfecto y caótico lugar, en ese tiempo que giró por mí, para mis labios.
Íbamos por la calle o la vereda, por el puente, al final del otro lado en donde vendían algodones de azúcar. Siempre comias uno y tus dedos largos y pálidos por el frío, pilliscaban los bordes del manojo rosado cristalino que ocultaba tu rostro, tus ojos jugaban a darme en mi boca trozos de azúcar, cómo cabellos suaves que caían por tu cuello, ése dulzor detrás de tus orejas, entre esa azúcar aireada y tú, eran el perfume perfecto.
Al borde del horizonte a lo lejos se veía caminar la tarde, venía con esperanzas, sueños, y en el fondo nuestras miradas se perdían entre nubes rojas anaranjadas.
Llegábamos a nuestra habitación, a nuestra cama de una plaza y las frazadas rotas, el vino a media botella se dejaba caer sobre dos copas, yo sentado en el borde de la cama, miraba tu cuerpo quitándose la ropa fría. Tus ojos ya desnudos frente al espejo rompían el silencio y te ponías a cantar entre labios y dientes, tomabas tú copa y la otra mano se acariciaba por el borde la silueta que mis manos querían.
Una noche fría, el vino, tu cuerpo, el mío, las frazadas rotas, el catre de bronce y Buenos Aires nocturno al otro lado de la ventana. Reíamos, cantábamos, soñábamos, a ratos me levantaba, comía algo de queso o pan sobre la mesa cuadrada, coja, con migajas sobre la superficie, de pronto te ponías de pie, desnuda en el torso y pasabas al baño, la puerta entre abierta, yo comiendo.
El vino, la noche, la eternidad, la verdad de ése momento, nosotros, los del olvido, los ese entonces, tus ojos dormilones y la noche pasando afuera de nuestra ventana, el tango y la vida danzando en el girar del palito que sostiene el algodón de azúcar. Se diluye la dulzura del rosado de tus labios, los míos ahora saben amargos, mí copa, la cama, y todo aquello que acontecia cómo acto mágico se quita el sombrero, la función a terminando.
Fin
De pronto se manifestó cómo por acto mágico un beso, besos y labios, lengua, saliva y todo aquello que moldea un acto, que en algún momento en otro tiempo fue respiración de otra boca, fue parte de otra cosa que sostenía o unía o brillaba o tan sólo nunca fue parte de algo o de nada o de alguien y sólo existía en el aire, para el azar, para otros, para el olvido. O simplemente el caos y la perfección del universo y todo lo que en el se mueve lo puso en ese perfecto y caótico lugar, en ese tiempo que giró por mí, para mis labios.
Íbamos por la calle o la vereda, por el puente, al final del otro lado en donde vendían algodones de azúcar. Siempre comias uno y tus dedos largos y pálidos por el frío, pilliscaban los bordes del manojo rosado cristalino que ocultaba tu rostro, tus ojos jugaban a darme en mi boca trozos de azúcar, cómo cabellos suaves que caían por tu cuello, ése dulzor detrás de tus orejas, entre esa azúcar aireada y tú, eran el perfume perfecto.
Al borde del horizonte a lo lejos se veía caminar la tarde, venía con esperanzas, sueños, y en el fondo nuestras miradas se perdían entre nubes rojas anaranjadas.
Llegábamos a nuestra habitación, a nuestra cama de una plaza y las frazadas rotas, el vino a media botella se dejaba caer sobre dos copas, yo sentado en el borde de la cama, miraba tu cuerpo quitándose la ropa fría. Tus ojos ya desnudos frente al espejo rompían el silencio y te ponías a cantar entre labios y dientes, tomabas tú copa y la otra mano se acariciaba por el borde la silueta que mis manos querían.
Una noche fría, el vino, tu cuerpo, el mío, las frazadas rotas, el catre de bronce y Buenos Aires nocturno al otro lado de la ventana. Reíamos, cantábamos, soñábamos, a ratos me levantaba, comía algo de queso o pan sobre la mesa cuadrada, coja, con migajas sobre la superficie, de pronto te ponías de pie, desnuda en el torso y pasabas al baño, la puerta entre abierta, yo comiendo.
El vino, la noche, la eternidad, la verdad de ése momento, nosotros, los del olvido, los ese entonces, tus ojos dormilones y la noche pasando afuera de nuestra ventana, el tango y la vida danzando en el girar del palito que sostiene el algodón de azúcar. Se diluye la dulzura del rosado de tus labios, los míos ahora saben amargos, mí copa, la cama, y todo aquello que acontecia cómo acto mágico se quita el sombrero, la función a terminando.
Fin